Hay una manada de expertos que hablan de las familias como una célula simple compuesta de papá, mamá y 1,8 hijos/as (niño y niña a ser posible). Hablan de la familia como un ente homogéneo. “Las familias” hacen esto o aquello. Eso cuando no dicen lo de “las mamis” hacen esto o aquello. Consideran a las familias, además, como un ente aborregado que no aporta nada valioso a la educación de los niños y las niñas. Si los adultos que se ocupan de los niños trabajan muchas horas, les acusan de no ocuparse de ellos, de ser cómodos, de no querer pasar tiempo con sus hijos. Pero si los adultos muestran interés por el bienestar de sus hijos, se preocupan por sus emociones e intereses, las familias son acusadas de sobreprotectoras, de hiperpaternidad, de no dejar autonomía a los niños, y bla bla bla bla.
El caso es que esos expertos y expertas, que no sabemos si forman parte de una familia ellos mismos, o si hablan como hijos, madres, abuelos o maestras, siempre tienen la solución a nuestros problemas, aunque no tengan ni idea de lo que ocurre en nuestras casas, de cómo nos organizamos o la filosofía que seguimos para educar a nuestros hijos. Si no estamos de acuerdo con lo que ellos o ellas proponen, en seguida inventan una etiqueta para desprestigiar la labor de las familias. Este es el caso del concepto de hiperpaternidad o el de sobreprotección. El caso es que siempre hablan de lo que hacemos las madres y los padres como algo terrible que acabará convirtiendo a nuestros hijos en seres inútiles para la sociedad en la que vivimos, sin capacidad de esfuerzo, hábitos o autonomía.
Pero partiendo de la base de que no hay dos familias iguales ¿es cierto que las familias han perdido en el último siglo la capacidad de educar a sus hijos? Recordemos que la institución escolar tal y como la conocemos es muy reciente, la educación obligatoria se impone durante el siglo XIX, y desde entonces la sociedad ha ido integrando de forma progresiva esta institución en su forma de funcionamiento. La escuela ha asegurado una educación básica para todos y ha conseguido alfabetizar prácticamente a toda la población. Es una herramienta para la igualdad, de eso no cabe duda. Sin embargo, y volviendo a aquello de que no hay dos familias iguales, no todos los niños y las niñas necesitan lo mismo de la escuela. Y, por su puesto, la escuela no puede sustituir a la familia.
Esta afirmación parece de perogrullo, pero no lo es. La escuela se empeña en cubrir el tiempo que los niños y niñas están en familia con actividades escolares que no tienen nada que ver con su ecosistema. Extienden las horas lectivas e invaden las horas no lectivas, obligando a las familias a seguir actuando como en el colegio. Quieren convertir la casa en una segunda escuela. Y tras este hecho se esconde una gran falta de confianza en la vida desinstitucionalizada. El hogar es un lugar demasiado libre como para dejarlo suelto y sin control. Institucionalizar al máximo la infancia es el objetivo para tener todo atado y bien atado. Queremos ciudadanos que vean la realidad como marca la versión oficial y que no se salgan del camino.
Todo esto va ligado a la pérdida de autoridad de la madre y el padre, que se ve sustituida por la autoridad de los expertos y las instituciones. Las familias tienen que confiar y delegar en aquellos que dicen saber qué hacer con sus hijos para que se conviertan en personas de provecho. Muchas familias luchan contra esta invasión de su espacio desde el nacimiento de su primer hijo, rechazando las propuestas del hospital para que el parto sea medicalizado, las del pediatra sobre la alimentación cada 3 horas y las papillas de verdura y pollo a los 4 meses, las de la guardería para que enseñen a dormir a su hijo, y las de la escuela para que conviertan su casa en la continuación del colegio. Y es una lucha continua. Lo cómodo es aceptar las propuestas mayoritarias y fluir.
Pero hay personas que decidimos no fluir y hacer las cosas a nuestra manera. Es lo que tiene el pensamiento crítico: que al final lo usas y no aceptas las imposiciones de la sociedad, que te inbuye cucharadas con el truco del avioncito. Y al vida se convierte en una lucha continua. Pero es que, si no lo haces así, la vida sería tan aburrida. Mirar las cosas desde otros puntos de vista te hace actuar por el cambio. Y está claro que las personas que decimos que no a los expertos tenemos otro plan de ruta. La escuela pública como institución caritativa quedó atrás. Ahora tiene que adaptarse a los tiempos y repensar el tipo de ciudadano que quiere construir. Y esto es, por supuesto, una cuestión política, además de educativa, psicológica, logopédica, etc. Hemos de repensar la escuela desde la ética, e incluir a toda la sociedad en esta reflexión. Y hemos de repensar la formación de maestras y maestros para que sean capaces de cumplir los objetivos que la sociedad les solicita. Porque recordemos esto: la escuela está al servicio de la ciudadanía, no la ciudadanía al servicio de la escuela.