Este fin de semana, comiendo en un restaurante, observaba una escena fascinante. Hay que decir que el hecho de ir sola con mi pareja y sin mi prole me permitió una observación meticulosa y pausada que de otra forma hubiese sido imposible. Un grupo de parejas de alrededor de 30 años habían quedado para comer. Parecía un encuentro importante y esperado. En un principio había dos parejas conversando animadamente. Llevaban ya un rato en el restaurante cuando apareció la tercera pareja. La peculiaridad de los que habían llegado tarde es que con ellos venía una niña de unos 18 meses.
La niña en seguida llamó la atención de todos, que se levantaron a hacerle carantoñas. Me llamaron la atención en seguida las profundas ojeras de su joven madre, de un color marrón oscuro en contraste con su piel blanca. Además, el contraste con las otras dos mujeres de la mesa era evidente. Maquilladas, vestidas con desenfado pero con esmero, sonrientes y sin ojeras, brillaban frente a la joven madre, que se había puesto los primeros vaqueros que había encontrado y una horquilla de metal para que el flequillo no le tapase los ojos. Las ojeras del padre también eran evidentes, pero mucho menos llamativas que las de ella.
Sentaron a la niña en un extremo de la mesa, al lado del padre, su madre frente al padre. La bebé, una niña risueña y dicharachera, hizo las delicias de todos los comensales del local. Ya venía comida, así que le dieron un rotulador y un papel y se entretuvo mientras se desarrolló la primera parte de la comida. Lo interesante de todo esto era la actitud de la madre y el padre en esa situación. La niña no parecía necesitar nada: estaba perfectamente atendida, con sus necesidades afectivas y biológicas cubiertas. Sin embargo, la madre no dejaba de lanzar miradas angustiadas tanto al padre como a la niña. Mientras, el padre era el alma de la fiesta. Conversaba animadamente con las otras dos mujeres, que estaban frente a él, y que le reían todas las gracias. Estaba haciendo, literalmente, todo lo que sabía, eclipsando incluso a sus otros dos compañeros de mesa.
La joven mujer-madre volvía de vez en cuando la mirada en dirección contraria a sus compañeros y compañeras de mesa y yo podía observar sus ojos cerrándose a causa del sueño atrasado. Parecía decir “¿Cuándo terminará esto?”. Las pocas miradas fugaces que pude captar entre la pareja madre-padre eran miradas cargadas de sentido y de amargura. La sonrisa se borraba de la cara del padre-hombre y, como si hubiese recibido una orden silenciosa, cogía una servilleta y limpiaba las comisuras de la boca de la niña, que ni siquiera estaba comiendo. En todo el tiempo que transcurrió la comida, no hubo una sola mirada cómplice ni un intento por parte del padre-hombre de integrar en la conversación a su desplazada pareja.
A mitad de la comida, llegó una pareja mayor, posiblemente los abuelos de la niña, y tras hacer varias fotos y celebrar la felicidad de la juventud reunida, se llevaron a la niña y dejaron solas a las tres parejas. Noté el alivio de la mujer-madre, que suspiró y sonrió ligeramente. Sin embargo, no se integró en la algarabía de sonrisas y palabras de sus amigos, estaba demasiado cansada, demasiado metida en su crisálida maternal como para desprenderse de ella instantáneamente.
Creo que esta escena hubiese pasado desapercibida a alguien que no sepa lo que supone tener un bebé. Y creo que hablar de este tipo de cosas está vetado por el discurso maternal oficial. Siempre que he intentado hablar de esta sensación de desamparo, de este sentimiento de exclusión, de este no poder estar en los sitios que solía estar, la gente me corta diciendo “pero eso es normal”, “hay que pasar por ello”, “es lo que hay”, y te hacen sentir tremendamente culpable por definir como triste y desagradable el periodo de crianza. Sé que este no es un sentimiento generalizado, y que hay parejas que han logrado integrar su mater-paternidad en su entorno habitual con felicidad y efectividad. Pero también sé que estos sentimientos los comparten muchas parejas y que se viven en silencio, hasta que encuentras a alguien con quien sincerarte en la intimidad.
Decir que la maternidad te pesa, que tiene sus inconvenientes, sus sombras, sus tristezas y sus pérdidas, no está bien visto. Y hablar de la maternidad como algo no deseable, menos aún. Así interpreto yo el polémico artículo de Beatriz Gimeno “Construyendo un discurso antimaternal“. Me vais a perdonar este análisis simplista, pero creo que la cosa no es tan grave como para haber levantado la polémica que ya dura casi 4 meses. Quizás la autora carga las tintas, creo que de forma intencionada, en la cuestión sobre el amor a los hijos e hijas. Es verdad que el amor maternal, como constructo social, es un objeto casi intocable. Si dices algo diferente a “amo a mis hijos e hijas con toda mi alma”, te expones al escarnio, los juicios y las miradas de lado inmediatamente. Esto, bajo mi punto de vista, nos limita emocionalmente. No podemos expresar todos los sentimientos que nos produce la maternidad, muchos de ellos negativos, más que en la absoluta intimidad y teniendo mucho cuidado con que nadie escuche las mil quejas que (algunas) gritamos ante los muchos momentos de tensión que supone la mater-paternidad.
De esta forma, siendo estos sentimientos íntimos e inconfesables, las mujeres-futuras madres solo están expuestas a una cara de la maternidad. Es cierto que vivimos la maternidad de nuestras propias madres, pero siempre pensamos que vamos a ser mejores que ellas y restamos importancia a sus llantos y sinsabores. Las madres externas a nuestra familia siempre (salvo excepciones) dan su mejor cara y nos muestran la faceta amable de la maternidad. Es entonces, cuando somos madres, que podemos escuchar en nuestra cabeza: “Si yo hubiese sabido esto…”.
No me juzguéis por ello; creo haber sido y ser una buena madre. Pero no puedo negar que ese pensamiento ha pasado por mi cabeza. Y hubiese agradecido una visión más realista de lo que supone ser madre.